lunes, 27 de agosto de 2012

40.




Llego pronto a una cita en el Retiro y me siento en un banco a esperar. Me gustar esperar aquí, se está tranquilo. Hace calor y el aire que corre me adormece un poco. Mueve las hojas y me acaricia el pelo. Escucho la gravilla bajo las zapatillas de alguien que corre, la risa de un niño que no veo. Un pájaro. El estanque. Se está bien. Espero que llegue tarde y pueda quedarme aquí un rato más, sola. Cuando corro la mano por el banco, a mi lado, noto algo: alguien se ha dejado un libro. Es viejo, de bolsillo. Una novelita de aventuras, a 25 pesetas, con una portada que me imagino fue a todo color y ahora ya está gastada. Al abrirlo veo que alguien ha escrito en la primera página, bajo el título del libro, 'Me encantaría conocerte.' Después de un segundo de duda no puedo evitar reírme y pensar que no se puede ser más cursi. Aún así miro a mi alrededor, pero sigo sola. Siempre me ha hecho gracia la gente que intenta ligar con un libro en la mano, pero así no lo había visto nunca. Miro las palabras otra vez y me sumerjo en ellas. Por la caligrafía me imagino que es una persona mayor -esa forma de unir las letras, que se ladean hacia la derecha, y el trazo errático de alguien a quien le tiembla el pulso-. No hay un nombre, ni un número, ni una dirección de contacto, y ahora sonrío otra vez. Me imagino al anciano en su casa, tratando a su vez de imaginar quién ha cogido el libro. O sea, en mí. Seguro que ahora sonríe porque sabe que esa persona, yo, estará intrigada ahora mismo, quizá hasta se haya dado la vuelta para asegurarse de que no hay nadie espiando. El anciano disfruta su siesta porque su broma ha funcionado. El mensaje cursi no es más que un chiste y ahora él es un poco más feliz y yo he pasado el rato.


miércoles, 15 de agosto de 2012

38.


‘El mañana invade el instante; la idea del lunes echa a perder la realidad del domingo; la perspectiva del infierno venidero extingue el momento presente’.

Michel Onfray – Prólogo de 'La fuerza de existir. Manifiesto hedonista'


Vuelvo a la oficina y me doy cuenta de que he esperado este día con más ansiedad que el comienzo de las vacaciones. Qué clase de masoquismo absurdo hace que me pase el último tercio de éstas anticipando su fin. Algo tiene que ir mal cuando sólo quiero descansar, pero pensar en ello me lo impide. El día antes de incorporarme me siento en el borde de la cama y miro a la nada como en trance. 'No quiero ir. No quiero ir.' Como si fuera el primer día de colegio. Un monje budista con el concepto equivocado; esta meditación no puede ser buena. Luego llego a la oficina y recorro sus pasillos blancos con aprehensión, y miro a mi alrededor asustada, como si de detrás de cada puerta fuera a saltar un monstruo o algo. Los diez grados menos que en la calle se agradecen. El silencio también. No hay nadie. Me toca trabajar sola. La reincorporación podría ser más dolorosa y ahora pienso que a lo mejor he malgastado parte de mis vacaciones anticipando el horror; o puede que esa anticipación sea lo que ha lubricado mi vuelta al matadero.