En verano en el pueblo hace calor y el campo está muy seco. Se llena todo de un polvo áspero que, cuando cae el sol, enturbia el cielo y hace que el atardecer sea naranja, largo y pesado. En verano hay más gente que durante el resto del año, y creo que eso fue lo primero que me sorprendió al llegar a Madrid ese año y verlo vacío, como si todos sus habitantes hubieran hecho el camino inverso al mío. Todos iban a mi pueblo a pasar las vacaciones, y yo me iba a su ciudad a prepararme para el resto de mi vida. El verano que cumplí 12, mi padre nos dijo a mi hermana y a mí que tenía un trabajo mejor y por eso nos íbamos a Madrid, que ahora iríamos a un colegio más grande y más bonito, pero yo sé que hacía años que se quería marchar del pueblo, desde que murió mi madre; y eso que fue ella quien se mudo ahí por él. La verdad es que yo también lo odiaba. Pasaba mucho tiempo sola y ya casi no veía a María, aunque vivía en la misma calle, porque cuando eres pequeña los amigos vienen y van sin explicación y un día juegas a la rayuela en la alameda y al siguiente no te saludas. Luego quince años después te despiertas en mitad de la noche y te preguntas porqué, pero en seguida te duermes porque aprendemos a olvidar. A los 12 años el pueblo ya no me gustaba y eso era lo que pensaba el día antes de marcharme mientras echaba la tarde con Pablo antes de entrar en casa para cenar. A Pablo tampoco le gustaba ese sitio y me miraba muy triste mientras nos balanceábamos con desgana en el subibaja. Desde hacía meses no se despegaba de mí y sabía que cuando me fuera al día siguiente se iba a quedar solo.
'No te puedes ir', me dijo.
'¿Por qué?'
Odiaba ese pueblo, y ahora también me estaba poniendo triste.
'Creo que me gustan los chicos', y me retiró la mirada, avergonzado.
Seguí balanceándome, sin entender por qué había dicho eso. Me encogí de hombros.
'Pues a mí también.'
Como nunca volví, no le vi más. Imagino que también se marcharía; eso espero. Habría sido tan infeliz ahí.