miércoles, 27 de febrero de 2013

64.

Alain Leroy se siente un extranjero en su ciudad y cuenta las horas para que el terror acabe. Él sabe que hoy es su último día, que después de esta noche no habrá más. Y aún así, como un acto de fe absurdo, intenta encontrar algo a lo que agarrarse. Creo que busca en sus viejos amigos, en su familia olvidada, en la ciudad que se bebió, un pequeño haz de luz que le haga descubrir que se ha equivocado. No nos despediríamos nunca si supiéramos que no nos van a rogar unos minutos más. Una pequeña parte de él busca algo que ya sabe que no va a encontrar, porque hace tiempo que se fue; hace mucho que se convirtió en un extranjero. Y se sienta en este café a pasar un rato porque le sobra tiempo y se sorprende observando el mundo que le rodea, primero con indolencia, y luego abrumado, porque ya no forma parte de él. A su alrededor la vida corre rápido. Unos chicos jóvenes fardan con su descapotable, una chica rubia camina por la acera, familias, jóvenes que vuelven de clase. Hay una chica que le mira sin cesar desde otra mesa, con ternura y con deseo. Un viejo roba unas miserables pajitas. Alain lo observa todo y no puede sentir nada por lo que ve, porque ahora sí que está todo perdido; no hay esperanza para el náufrago. Y entonces ve entre los restos de la mesa abandonada a su lado una copa de coñac que nadie se terminó. La coge con calma, se la lleva a los labios y lo prueba. Luego se lo traga de golpe. Un gesto pequeño, casi inocente, a los ojos de ese mundo que él observa y del que se siente extranjero. Pero es con ese pequeño gesto que él, de forma consciente, se abraza a su destino trágico.




(Escena de 'Le feu follet' de Louis Malle)

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