miércoles, 26 de septiembre de 2012

43.


42.


Ya he contado por aquí lo que me gustan los brunch en casa esas duras mañanas de domingo, cuando la noche todavía tiende una espesa cortina en la mente, cuando parece que alguien ha empujado nuestra memoria a través de un rallador de queso. Me gusta arrastrarme hasta la cocina y terminar de despertarme delante del fuego, espantar la resaca cocinando cosas que no haría sobria, que alguien me mire por detrás, sin saber bien qué estoy haciendo, y yo no hacerle caso.

El domingo fue una mañana de las duras. De las que duelen. De las que el cuerpo me pide algo pequeño pero contundente. Hay dolores que un bocado puede curar. Unos bombones de morcilla de devolvieron la vida y quiero compartir la receta.




Se pica fino la manzana y se rehoga a fuego lento en un poco de aceite. Mientras, se vacían las morcillas, se trocean y se añaden a la manzana cuando ya esté blanda. Se mezcla y se rehoga unos minutos. Para mí es importante que las morcillas apenas tengan grasa, que muchas veces se pone en exceso para engordarlas. Me da rabia que luego inunde la sartén y lo deje todo grasiento. Esto me pasa cuando las compro en el súper, pero es que creo que nunca encontraré unas como las de mi pueblo.

Una vez que esté bien cocinado se deja enfriar y, si la morcilla suelta demasiada grasa, se puede envolver en papel absorbente.

Estoy obsesionada con la avellana y se la echo a todo para darle un punto crujiente y aromático, pero en realidad esto se puede hacer con cualquier fruto seco. En un mortero se machaca la avellana hasta romperla en trozos pequeños. No hay que pasarse y convertirla en polvo porque si no, luego, los bombones quedan mal.

Ahora sólo queda hacer bombones del tamaño de una pelota de golf y rebozarlos en la avellana.

Suena a bomba nuclear, y en parte lo es. Pero es cremoso y delicioso, y de esas cosas que te pueden plantar una sonrisa durante el resto del día.



martes, 18 de septiembre de 2012

41.




Hay cosas que nos pasan y que si contamos por ahí no nos creen. De pequeña rompí el cristal de un coche con una piedra y cuando confesé no me creyeron porque pensaban que yo no era capaz. El otro día, una plaga de animales asesinos arruinó mi fin de semana. Así de absurdo, así de surrealista, así de real.

A veces el calor -otra vez el calor- levanta cosas inesperadas. Pasiones, incendios, tedio. E insectos. Eso no lo sabíamos ninguno de los que fuimos en agosto a la casa de campo de un amigo. una casa con jardín, piscina y una barbacoa de obra; no puedo pedir más. Está muy bien refugiarse en unos grados menos al amparo de la naturaleza. Ansío escapar del ruido y del asfalto y mi vida necesita un puntito más de verde.




No hemos dejado el equipaje en las habitaciones cuando ya hemos detenido el tiempo y decorado el césped con nuestros cuerpos en un acto de deliciosa holgazanería. Nos movemos despacio, siempre adormilados, hasta que empiezan a caer la noche y las primeras botellas, y despertamos poco a poco. El vino de la tierra es duro, pero frío se deja beber y arropa la garganta como un guante de terciopelo.

Hay una ola de calor en toda de Europa y sudamos sin parar mientras nos reímos. Del calor, del sudor, de la revolución de insectos que celebran con lascivia la noche. Hace un rato que un amigo del anfitrión no me quita ojo y yo finjo no darme cuenta. A veces le regalo un cruce de miradas y noto, cuando aparto la mía, cómo se le enciende el rostro. Mientras, una orquesta de chicharras amenaza con ahogar nuestra conversación, que se hace más intensa a medida que arreglamos el mundo con más pasión; hormigas dibujan líneas negras en el suelo y la mesa para saquear los restos de la cena. Parecemos dos críos apartando la vista cuando se cruzan nuestros ojos. Me ha sonreído cuando le he aguantado la última mirada, y juraría que algo se ha dado la vuelta en mi estómago. No le conozco, pero el juego sí.

La bombilla tiembla a cada sacudida de mariposas y escarabajos. Seguimos sudando y pronto empieza a circular el antimosquitos; nuestra conversación se ha convertido en un concurso de palmas. Alguien es alérgico a los mosquitos y en seguida tiene el gemelo tan grande como su cabeza y, aunque intentamos reírnos y dejar que el vino se ocupe de las preocupaciones, la situación pierde gracia poco a poco. Se hace un silencio en la mesa, sólo se oye un zumbido errático y constante, y el cri-cri en la oscuridad más allá de nuestra luz. Él todavía me mira y noto un roce suave en el tobillo. Sonrío e imagino que me ruborizo. Sube por la pierna, haciéndome cosquillas, y la estiro hacia él. Ahora ya sólo le miro a él y el resto me da igual. Cuando toco su silla con el pie veo que se sobresalta, no se lo esperaba, pero yo le sigo notando en mi pierna. Entonces me quedo helada, y de golpe miro debajo de la mesa. Yo nunca chillo, no hago eso porque soy tranquila. Pero ahora sí, con todas mis fuerzas, porque lo que acaricia mi pierna desnuda no es el pie de un hombre, sino un alacrán del tamaño de Italia. Ya de pie consigo sacudirlo y darle un pisotón, todavía sin aire y creo que chillando todavía, pero ya no oigo nada. A mi alrededor crece la histeria. Una dice que nos vamos a morir todos, otro que no pican. Alguien que acaba de matar otro, y luego otro, porque salen con el calor. Al parecer hay una plaga y están por todas partes. Cuando me sobrepongo y vuelvo a mí, el chico me está mirando como si hubiera visto un fantasma. A lo mejor me ha imaginado muerta, aunque la picadura no hubiera matado. O puede que lo que le dé miedo sea pensar que podría haber sido él. A mí ya me da igual porque sólo quiero irme de ahí.
Así de absurdo, así de surrealista, así de real.