Imagino que tenía el día tonto, uno de esos en los que la primera gota que cae ya colma el vaso. La noche anterior había discutido con Elena porque al parecer ninguna de las dos nos habíamos entendido bien y terminamos haciendo las paces alrededor de una montaña de cascos vacíos de cerveza Pacífico. La resaca con ardor de estómago es eléctrica y me genera un poco más de ansiedad.
No sé si fue un ataque de limpieza o de nostalgia absurda, pero de repente estaba subida a una silla bajando cajas viejas de una estantería con la firme intención de liquidarlas. En realidad era lo segundo camuflado de lo primero, porque en seguida buceaba en un mar de recortes viejos –intentos frustrados de hacer collage en papel–, fotos y varios inclasificables, que me producían sensaciones raras. La limpieza ya se había convertido en ese engañabobos que consiste en pasar de un montón a otro la mierda bajo la premisa de 'por si acaso', y de vez en cuando deshacerse de algún papelillo suelto que dé credibilidad a la limpieza, y estaba a punto de entrar en ese estado de estupor que produce sumergirse en recuerdos que por alguna sabia razón han acabado en una caja lejos del alcance de la mano, cuando me encontré con un recorte que había olvidado. Era una nota minúscula de una edición del New York Times de hace tres años, de una sección que publicaba noticias de hacía 100 años, que decía así:
1909 Suicide in Paris Café
After asking the Tzigane orchestra of the Taverne du Capitole, rue Notre Dame de Lorette to play for him seven times the famous waltz “Quand l’amour meurt,” a young Englishman yesterday [Nov. 5] shot himself through the head. He was immediately taken to the Lariboisière Hospital, and died on arriving there without having recovered consciousness. No papers throwing light on his identity were found in his possession, and the police authorities have ordered the body to be conveyed to the Morgue.
La recorté porque pensé que esa noticia tan triste guardaba una gran historia y me convencí de que me sentaría y se me ocurriría en algún momento. Me pregunté quién sería ese joven inglés, al que por azar bauticé como William y a quien sus amigos llamarían Bill, así que nadie le llamaba Bill. Qué tontería, inventarme su nombre. Podría haberme preguntado qué le llevó a creer que merecía la pena morir por amor, o si de verdad era tan profundo ese amor como para suplicar a una orquesta que tocara siete (7) veces una canción con un nombre tan obvio para luego pegarse un tiro. Quizá sólo intentaba que alguien se levantara y le hiciera entrar en razón. Yo creo que no estaba enamorado sino solo; que lo que necesitaba era que alguien le dijera que no merecía la pena. Pero nadie lo hizo porque la gente no hace esas cosas. Pobre Bill (vamos a concederle el honor), a lo mejor todo era verdad y yo estoy aquí diciendo que era un necio, y la necia soy yo en realidad por ser así de cínica.
Cuando ayer encontré la nota busqué la canción y di con esto:
La guapísima Jeanne Moreau, en modo pastoral, presentada por el bueno de Jean Renoir.
También me acordé de Ian Curtis porque, igual que el joven Bill, lo último que hizo antes de suicidarse fue escuchar música. Y resulta que mañana es el aniversario de eso.
¿Qué podemos hacer si no bailar y bailar?
Qué post tan triste pero qué precioso.
ResponderEliminarQuizá Bill sólo esperaba aque alguien apareciera por la puerta y le salvara de sus demonios o quizá una simple señal-salvavidas como el guiño fresco de una camarera vulgar...Al menos murió con el corazón borracho de una canción preciosa:) Me ha gustado mucho, un besote!
Muchas gracias, me alegro de que te guste. Como decía, lo más seguro es que me haya dejado llevar por un pequeño brote de cinismo y el joven Will tenía buenas razones para hacerlo. Y si no, siempre podemos culparle de ser joven, que en el fondo es lo mejor que se puede ser!
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