Debajo de la oficina hay una cafetería pequeña a la que van todos los currelas de la zona, porque hay café para llevar y es barato, y donde las cuatro mesas están siempre ocupadas por parejas de funcionarias con caras cenicientas que desayunan de 9.30 a 11.30. Me gusta bajar a deshoras, para encontrármela vacía porque me agobian las prisas de la gente ávida de cafeína por la mañana. Suele haber una cola, que va desde la barra hasta la puerta, de trabajadores que no quieren subir a la oficina y que inventan trucos extraños para conseguir que les atiendan primero, como acercarse a la barra por un lado con cara de despistados y fingir que miran algo, y mientras la camarera hace un café le susurran el suyo.
Claudia siempre tiene el aspecto de quien se acaba de caer de la cama y no entiende por qué le han puesto a servir cafés, cuando quien de verdad necesita uno es ella. Tiene el gesto despistado, de mirada perdida y movimiento torpe, que en alguna gente inspira ternura y en otra un odio visceral. Cuando llego, una vez ha pasado el temporal de gente, la cafetería es desoladora y huele a café derramado. Las mesas tienen tazas apiladas y restos de pan con tomate porque hay gente que desayuna sin hambre y otra a la que se le quita cuando piensa en subir otra vez. Claudia recoge muy despacio un caos que le supera y a veces da un poco de lástima.
Esta mañana esperé junto a la barra a que me sirviera el café. Me hablaba mientras cargaba la cazoleta y ponía la taza. Empezó a sonar el zumbido monótono y atronador del molinillo de café y se calló porque no nos oíamos. La miré mientras calentaba la leche y vi que se quedaba absorta, con la vista clavada en la jarra metálica. El café se empezó a desbordar de la taza y Claudia no se daba cuenta. Cuando por fin miró y vio el desastre, dio un salto y corrió a pararlo y a poner uno nuevo.
-Es que le doy al botón de automático y me olvido de apagarlo.
Me lo puso y me confesó:
-La leche hace un remolino cuando empieza a subir la crema, y gira a toda velocidad. Me quedo como hipnotizada mirándolo. Entre eso y el ruido constante, me voy a otro sitio.
Le dio un poco de vergüenza contármelo, pero como no dije nada, sólo sonreí y probé el café, se debió sentir a gusto. Bajó un poco la cabeza y siguió, en tono de confidencia.
-Es que, desde que era pequeña, me invento historias en mi cabeza. Son prácticamente las mismas que entonces, apenas han variado, pero las repaso mentalmente, y me distraigo. Tienen sus personajes y eso, y me las cuento una y otra vez, añadiendo detalles, quitándole otros.
Me hizo gracia averiguar dónde está cuando devuelve el cambio mal o cuando se mueve con parsimonia detrás de la barra mientras desde el otro lado le lanzan dardos de estrés. Pensé que en cierto modo estaba bien, si conseguía que esas historias fueran mejor que su vida siempre tenía un sitio mejor al que ir. También se lamentó porque le daba la sensación de perderse cosas. Le dije que no se torturara con eso.
-De hecho, a veces, cuando conozco a alguien que me gusta, voy siempre un paso por delante. Me imagino cómo puede ser y me invento la relación. Dónde comemos, cómo dormimos, las peleas, las fiestas... La realidad es siempre peor a lo que me imagino, así que a veces me quedo con eso porque en mi fantasía no hay fracaso posible.
-Pero a la mañana siguiente te sigues levantando sola.
-Sí, eso sí.