Ya he contado por aquí lo que me gustan los brunch en casa esas duras mañanas de domingo, cuando la noche todavía tiende una espesa cortina en la mente, cuando parece que alguien ha empujado nuestra memoria a través de un rallador de queso. Me gusta arrastrarme hasta la cocina y terminar de despertarme delante del fuego, espantar la resaca cocinando cosas que no haría sobria, que alguien me mire por detrás, sin saber bien qué estoy haciendo, y yo no hacerle caso.
El domingo fue una mañana de las duras. De las que duelen. De las que el cuerpo me pide algo pequeño pero contundente. Hay dolores que un bocado puede curar. Unos bombones de morcilla de devolvieron la vida y quiero compartir la receta.
Se pica fino la manzana y se rehoga a fuego lento en un poco de aceite. Mientras, se vacían las morcillas, se trocean y se añaden a la manzana cuando ya esté blanda. Se mezcla y se rehoga unos minutos. Para mí es importante que las morcillas apenas tengan grasa, que muchas veces se pone en exceso para engordarlas. Me da rabia que luego inunde la sartén y lo deje todo grasiento. Esto me pasa cuando las compro en el súper, pero es que creo que nunca encontraré unas como las de mi pueblo.
Una vez que esté bien cocinado se deja enfriar y, si la morcilla suelta demasiada grasa, se puede envolver en papel absorbente.
Estoy obsesionada con la avellana y se la echo a todo para darle un punto crujiente y aromático, pero en realidad esto se puede hacer con cualquier fruto seco. En un mortero se machaca la avellana hasta romperla en trozos pequeños. No hay que pasarse y convertirla en polvo porque si no, luego, los bombones quedan mal.
Ahora sólo queda hacer bombones del tamaño de una pelota de golf y rebozarlos en la avellana.
Suena a bomba nuclear, y en parte lo es. Pero es cremoso y delicioso, y de esas cosas que te pueden plantar una sonrisa durante el resto del día.
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